Comentario
Como siempre se dice, dentro del estamento eclesiástico existían tantas diferencias de dignidad y riqueza como es posible encontrar en el nobiliario, desde los prelados y miembros de los cabildos, que constituyen una especie de aristocracia clerical, a los párrocos de las minúsculas feligresías septentrionales. Para finales del siglo XVI, el número de los componentes del estado clerical parece haberse acercado mucho a las 100.000 personas, contando tanto los miembros del clero regular masculino y femenino -monacales (benedictinos, jerónimos, cistercienses, cartujos, etc.); mendicantes (dominicos, franciscanos); órdenes nuevas (jesuitas)- como del secular (alto clero: obispos de 55 sedes y dignidades de los cabildos catedralicios; bajo clero: párrocos y beneficiados o eclesiásticos no tonsurados).
La entrada en el estamento clerical entrañaba una serie de privilegios considerables. De un lado, reportaba la condición de no pecheros, es decir, se traducía en una exención fiscal individual -como veremos, las rentas eclesiásticas sí quedaron sujetas de varias formas a la fiscalidad real-; de otro, inmunidad frente a la jurisdicción civil en atención a la existencia de una justicia eclesiástica privativa; por último, posibilidad de disfrutar numerosas y variadas rentas, desde el diezmo que se paga a los párrocos a las canonjías y prebendas de los cabildos. Además, los bienes de titularidad eclesiástica se consideraban bienes amortizados, es decir, eran inajenables.
El Rey Católico disponía del derecho de presentación de obispos como parte del Regio Patronato, lo que suponía la capacidad de presentar, a instancia de la Cámara de Castilla, a la Santa Sede el candidato que debía designarse para ocupar una sede vacante. Asimismo tenía derecho al llamado pase regio o exequatur, por el que podían retenerse bulas, indulgencias y otros documentos pontificios, que no eran publicados hasta que eran visados por los letrados reales.
Dejando aparte la religiosidad que imbuía a todo el cuerpo social y que explicaría por sí sola el que nos encontremos ante una España de templos, oratorios, monasterios y conventos, la toma de estado eclesiástico era una salida tradicional para los miembros segundones de muchas familias. Era también, sin duda, una manera de ascender en la escala social y, de hecho, personas de origen muy humilde llegaron a ocupar las mayores dignidades eclesiásticas. La posibilidad de limpiar el estigma de nuevos convertidos o conversos quedaba, igualmente, abierta al entrar en religión, aunque algunas órdenes y cabildos, como el de Toledo, impusieron estatutos de limpieza de sangre para controlar el acceso de estos grupos.
El predicamento social del clero era grande, aunque no indiscutido, porque se había hecho general la sensación de que era ineludible una renovación ante los abusos cometidos por eclesiásticos, la ignorancia de algunos de ellos y la falta de una verdadera acción pastoral entre los fieles, con prelados que no residían en sus sedes y párrocos que desatendían las necesidades espirituales de sus feligreses. Esto fue así tanto durante la primera mitad del siglo, con experiencias como la reforma cisneriana o las posturas de los círculos erasmistas, como, también, durante su segunda mitad, en la que el catolicismo tridentino insistió en la misionalización interna. Esa voluntad de recristianización se manifiesta en la buena acogida dispensada a las ramas reformadas de algunas órdenes tradicionales (descalcez) o a las nuevas, que insistían en que su instituto era el cumplimiento de labores hospitalarias y educativas o cuya atención, simplemente, venía acompañada de una mayor austeridad.
Aunque su número no alcanzaba las impresionantes cifras a que llegará en el XVII, existía una evidente preocupación por el exceso de clérigos, la acumulación de riquezas vinculadas y lo dudoso de su vocación -recuérdese que la entrada en religión podía ser una sinecura para segundones o que, en especial, el velo monjil era una forma de acomodo para hijas y hermanas-. Tampoco se vio libre de críticas la percepción de las rentas decimales por parte del clero secular, denunciándose que se estaba incrementando la presión sobre los campesinos por culpa de su arrendamiento a particulares.
Las quejas llegaron, incluso, a las Cortes, como en las de Madrid de 1563, donde se describió la situación en los siguientes términos: "Otrosí, decimos que en muchos pueblos de este reino las personas que tienen labranzas son muy fatigadas de los arrendadores de los diezmos en la cobranza de ellos, porque no se contentan con ver en las eras el pan que les pertenece ni con jurar los dueños lo que han cogido, sino que les hacen otros géneros de vejaciones, poniéndoles que no emparven ni trillen ni avienten sin licencia y sin que estén presentes".
Los diezmos constituían, en principio, la décima parte de la producción agraria (cereal, viñedo, oliva) y de ganadería mayor que se entregaba al clero secular para su mantenimiento y que era pagada en especie. El producto del diezmo sufría una división tripartita o tazmía, por la que un primer tercio correspondía al párroco, un segundo tercio al cabildo y del tercero se separaban, a su vez, las dos terceras partes para la Corona (tercias reales) y la restante se destinaba a los gastos de fábrica (reparaciones, mejoras, etc.). El producto era almacenado en cillas o depósitos para acoger los granos y frutos decimales aunque las ocultaciones fueron frecuentes, pese a que podían ser castigadas incluso con la pena de excomunión.
La parte de la tazmía que correspondía a la sede episcopal solía ser arrendada por los cabildos adjudicando su cobranza por subasta al arrendador que hubiera presentado la puja más alta. El cabildo recibía por adelantado la cantidad en metálico que se estimaba rentaría el diezmo en uno o más partidos de su jurisdicción. El diezmo de granos era el más estimado y, teniendo en cuenta que su venta al mercado estaba sujeta a tasa -precio máximo de venta-, los arrendadores buscaban incrementar el margen de sus beneficios presionando a los campesinos para que les entregasen un porcentaje mayor que el acostumbrado y, sobre todo, para que no ocultasen parte alguna de cosechas o crías.
El texto de las Cortes se refiere a esas vejaciones, y su insistencia en que los arrendadores recauden el diezmo directamente sobre las eras sin permitirles a los campesinos ninguna labor tiene que ver con el temor a las ocultaciones y con la obligación de diezmar la producción bruta, es decir, sin que se haya podido separar las semillas para la nueva siembra. De esta manera, la renta decimal eclesiástica se convertía en un gravamen importante para las haciendas campesinas, pues, en último término, resultaba superior a la décima parte.
Además de los diezmos, el sustento económico del clero se basaba en otras muchas rentas que cobraban como receptores de donativos y mandas pías o testamentarias, como titulares de un número elevadísimo de censos y juros; y, en suma, como señores y propietarios de grandes extensiones que se suelen conocer, por extensión, como tierras y señoríos de abadengo.